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El demonio de las armas (1950)

eldemoniodelas armas

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Uno no sabe nada de cine negro si no ha visto ‘El demonio de las armas’. Así de fácil. Es una película tan rompedora en lo estético, tan sensual, tan violenta y, sobre todo, tan prematura para el año en el que se estrenó, que parece un milagro. Es el eslabón perdido entre la sobriedad de principios de los cuarenta y el realismo crudo de los setenta; entre el inconsciente noir macerado en los planes B de Hollywood y el voluntario homenaje al género orquestado por los fundadores de la Nouvelle Vague. Y algo de ola francesa tenía su director, Joseph H. Lewis, un hombre inconformista que imprimía un estilo muy personal a la hora de filmar sus películas a sabiendas de que: 1) no le llegaban los mejores guiones y 2) al final, todas las historias criminales tenían parecidos razonables.

Pero vayamos a un ejemplo clarísimo del estilo Lewis: el célebre plano secuencia de ‘El demonio de las armas‘. Más de tres minutos seguidos sin cortes, rodados desde el asiento trasero de un coche, en una localización exterior y a la primera toma. El objetivo era rodar el atraco a un banco, pero Lewis estaba harto de ver atracos a bancos en la gran pantalla y supuso que el público también; así que decidió rodarlo… sin mostrarlo. De repente, al situar al espectador en la espalda de los asaltantes, Lewis logra acentuar la tensión de la escena, más aún con la aparición de un policía despistado que se pone de palique con la chica sin saber lo que está ocurriendo en el interior del banco. En otras escenas, el director utiliza recursos igualmente arriesgados, como el travelling, para imprimir rapidez a la acción y contagiarnos el frenesí de los protagonistas.

‘El demonio de las armas’ se basa, es obvio, en los dos mitos románticos de la delincuencia de Estados Unidos: Bonnie Parker y Clyde Barrow, que han sido fuente de inspiración recurrente en el cine desde que fueron abatidos el 23 de mayo de 1934. Pero ellos sólo son el punto de partida para construir a dos personajes que abren nuevas vías en las películas criminales. Aunque mantienen estereotipos del género como la fatalidad intrínseca o la huida permanente (el no estar nunca en ningún sitio para burlar a la policía), el carácter asignado a cada uno de ellos es tremendamente innovador. Y en este apartado habría que recordar que, además MacKinlay Kantor, el guion de ‘El demonio de las armas’ lleva la firma de un tal Millard Kaufman que, en realidad, era el encubridor de Dalton Trumbo, quien había sido marginado de la industria por oponerse a la caza de brujas.

El demonio de las armas (1950)

Por un lado tenemos a Barton Tare (John Dall), un hombre acomplejado con una obsesión desmedida por las armas que le lleva a cometer pequeños hurtos desde crío. La penosa intervención de un juez empeñado en aplicar las reglas con calzador no hace sino incrementar dicha obsesión, aunque la traumática experiencia infantil de haber matado a un pajarillo le impide disparar hacia nada que tenga alma. En otras palabras: es impotente, como refleja Lewis en ese plano de su flácido paquete mientras su novia se le insinúa en la cama. Para colmo, a lo largo de la película el personaje viste uniformes asociados habitualmente a machos dominantes: vaquero, militar, carnicero. El vestuario es un recurso irónico para incidir en el hecho de que Barton no da la talla. Y el remate es que lo interprete John Dall, del que se rumoreaba que era homosexual y que en 1948 había interpretado a un psicópata gay en ‘La soga’, de Alfred Hitchcock.

Ah, pero el personaje que se lleva la palma es Laurie Starr, interpretada por la recién fallecida Peggy Cummins. Es ella quien tiene la sartén por el mango (aka falo). Laurie, como buena mujer fatal, seduce a su compañero de fechorías desde el inicio y le lleva por un camino de perversión. No es nada nuevo, excepto por el hecho de que lo hace con una crueldad pocas veces vista en la época; al nivel, por ejemplo, del Cody Jarrett interpretado por James Cagney en ‘Al rojo vivo’ (Raoul Walsh, 1949). Con su mezcla de niña consentida y mujer dominante, Cummins da vida a un personaje indomable, violento, que llega al orgasmo entre balazos. Una auténtica furia que se relame de gusto pensando en el crimen que acaba de cometer (esas miraditas a cámara en el citado plano secuencia) o que intenta robar un bebé para usarlo como escudo frente a la policía. Extraordinario personaje, extraordinaria actuación.

Barton y Laurie se aman y se incendian el uno al otro, manifestando una dependencia mutua que no son capaces de superar pese a las amenazas de abandono. “No cambiaría nada”, dice Barton cuando los dos están a punto de morir en la bella escena de las marismas, donde Lewis, una vez más, prefiere jugar con la tensión de no enseñar que el cerco policial se estrecha inexorable sobre los fugitivos. Tampoco nosotros cambiaríamos nada de ‘El demonio de las armas’, una película romántica y visceral cuya influencia debería ser conocida por todo aquel que se haga llamar cinéfilo, sobre todo si entre sus películas favoritas figura el ‘Bonnie & Clyde’ dirigido por Arthur Penn en 1967.

Críticas de El Demonio de las Armas

Ficha técnica (+)

Título original: ‘Gun Crazy’. Dirección: Joseph H. Lewis. Guion: MacKinlay Kantor y Dalton Trumbo. Reparto: Peggy Cumins, John Dall, Berry Kroeger, Morris Carnovsky, Anabel Shaw, Harry Lewis, Nedrick Young, Trevor Bardette. Duración: 84 minutos. País: Estados Unidos.

Otras críticas

“…el prototipo más esencial de cómo hacer un noir de serie B, de cómo con pocos recursos se podía realizar una película tan magnífica” (Javi Leiva, ‘Aventureros de Medianoche’). (+)

“…la sexualidad implícita en cada gesto, en cada mirada, en cada leve movimiento de los actores es sencillamente fuego puro en la retina del espectador” (José Luis Forte, ‘El Antepenúltimo Mohicano’). (+)